La señorita Arundell
murió el día primero de mayo. Aunque la
enfermedad fue corta,
su muerte no causó mucha sorpresa en la
pequeña ciudad de
Market Basing, donde había vivido desde que era
una muchacha de
dieciséis años. Porque, de una parte, Emily
Arundell, la única
sobreviviente de cinco hermanos, había rebasado
ya los setenta, y, de
otra, había disfrutado de poca salud durante
muchos años. Además,
unos dieciocho meses antes estuvo a punto
de morir a causa de un
ataque similar al que acabó con su existencia.
Pero si la muerte de la
señorita Arundell no extrañó a muchos,
ocurrió algo
relacionado con ella que causó sensación. Las
disposiciones de su
testamento levantaron las más variadas
emociones: asombro,
cólera, profundo disgusto, rabia, enojo,
indignación y comentarios para todos los gustos.
Así
comienza El testigo mudo, escrito por Agatha Christie en 1937.
Fue la
última colaboración de Poirot con el Cap. Hastings, quien hace de narrador, antes
de su último encuentro en Telón.
Esta
obra, reúne los elementos característicos de muchos de los relatos de la autora.
Una dama adinerada se accidenta en su casa y comienza a sospechar que el “accidente”
no fue tal, y le escribe a Poirot pidiendo ayuda. Poco después fallece. Un
testamento que se cambia por otro, un reducido grupo de sospechosos – sobrinos que
esperaban heredar-, y un perro, son protagonistas de esta entretenida novela,
donde, entre visitas familiares y sesiones de espiritismo, se destaca el poder deductivo de Poirot para determinar primero que lo
que pasó por muerte natural fue un crimen, y, luego para dar con el culpable.
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